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lunes, 18 de febrero de 2008

Lectura que reconcilia.


Cierto es que no pocos datos sociológicos en cuanto a los hábitos de lectura, se basan erróneamente en la simple “compra” de libros. Pero reconozco que me reconcilio con Navarra algunas veces: estudios recientes ponen a esta nuestra comunidad en un buen lugar. Cine, música y lectura habitual, aparecen como nuestros puntales con respecto a las demás comunidades autónomas.

No ha mucho que me quejaba, charlando con unos familiares, de la escasez de lo que me gusta denominar como “lectores de parque”, en una ciudad donde no precisamente escasean las zonas verdes. La cosa va variando o tal vez sea yo: cosas de una edad que se encamina vertiginosamente hacia el cambio de década. Será por ello que me vea más esperanzado, al menos, en este tema. Creo que la relación con el libro en cuestión, relación incluso física, es muy diferente en el Reino Unido o en Nueva York que aquí, pero lo cierto es que la gente lee. Y no sólo prensa, que también es bueno (¡díganmelo a mí!).

No soy ni aspiro a ser sociólogo, me decanto –como bien saben los pacientes y amables lectores- por la Filosofía (“¿Filosofía, para qué?”: me espetan aún hoy los pequeñines ignorantes; “Para responder a preguntas estúpidas”, contestaba y contesto yo arriesgándome a que mi cara acabe golpeando el puño de alguien). Así que no puedo estar más de acuerdo con la filosofía, precisamente, que bulle nítidamente en la película Fahrenheit 451 de François Truffaut basada en el libro de Ray Bradbury: sólo una dictadura, tenga el color que tenga, está necesitada de un Big Brother materializado en un mural-visión omnipresente, no dejando leer cualquier cosa. Cualquiera. Sólo el henchido de dogma –ideología- y de fanatismo quisquilloso (perdonen el pleonasmo), será aquél monstruito que ocupará su ociosidad enfermizamente: quemando libros.

Así, pues, lectores en potencia: lean. En el parque. En todos los parques. En cualquiera de los que adornan esta ciudad y que tanto me reconcilian con ella.

A los “libreros”: dejen que los chavales se lean un libro entero a ratos sin pagar. Es más: acomódenlos en buenos sofás. Créanme, acabarán comprando. Nunca tendrán Vds. mejor labor de marketing.

Todavía recuperándome del brutal incendio en el londinense Camden Lock Market, no muy lejos de allá y no hace mucho conocíamos Blackwells, la legendaria librería de la bellísima Oxford, donde la relación “lector-libro” me impresionara lo suficiente como para escribir estas líneas a modo de homenaje.

Recuerden la advertencia del insigne Bertrand Russell en su apasionada defensa de una sana ociosidad: “Cuando la actividad consciente se concentra por entero en algún propósito definido, el resultado final para la mayoría de la gente es el desequilibrio, acompañado de alguna forma de alteración nerviosa”.

Respeten sus momentos de ocio: son demasiado valiosos.

Imagen: el interior de Blackwells Library, llena de lectores ávidos, como debe ser. Recuerden la aparición de dicho templo del ocio en la inolvidable película sobre el escritor C.S. Lewis: "Tierras de penumbra".

domingo, 10 de febrero de 2008

Goodbye Camden.


Fue a principios de la década de los noventa cuando te conocí: todavía conservabas el aire “post-punk” y la omnipresente niebla, mientras en la City hacía sol. El frío congelaba hasta las neuronas, mientras entre chupas y botas, regateos y bromas con aquella chica de Madrid, veíamos pasar skinheads con sus bufandas futboleras de empalmada, aliviando su temperatura corporal –bajísima de tanta birra, sospecho- con un té en un vaso de plástico.

Y los vinilos, ¡cómo no!, menudas joyas se encontraban en Camden Lock Market.

El itinerario era, fue, el típico: el sábado al mercado de Portobello (donde me hice un tatuaje) y el domingo, Camden Townof course.
La última vez que transité tus venas, ya no había tantos puestos abiertos: casi todo eran ya comercios hechos y derechos, en el 2004. La zona del canal seguía preciosa, pero ¡quién nos iba a decir que veríamos a masajistas en plena calle ejerciendo! Las calles cambian. La ciudad nunca es la misma. La polis, casi como un organismo vivo: madura.

Y eché una pinta de nuevo en un pub, ¡cubano! Ya entonces te echaba de menos: habías crecido, haciéndote once años mayor, como quien ahora te escribe.

Ayer, siguiendo la tradición maldita que comenzara en el siglo XVI de horrorosos incendios londinenses, me sobresaltaste. Hoy, imagino un domingo sin mercado. O un domingo con los restos de un mercado. Tal vez sea así mejor: recordarte como aquellos fríos días de octubre de 1993 con veintipocos…

Queda el recuerdo: siempre.

Sonrisas y lágrimas.


Hace una semana que acudimos a la presentación del libro de Gabriel Albiac en el Círculo de Bellas Artes de Madrid (con tan bellas como interminables escaleras).

Contra los políticos” es un panfleto: en el sentido más aceptable e ilustrado del término. Los lelos que se dedican a desprestigiar a quien como ellos no piensan con descalificaciones estilo: “ha escrito un panfleto”, se sonrojen por favor, o se dediquen a leer algo sobre el bello arte de saber escribir un panfleto.

Traspasado ya el umbral de tamaña tradición, he de decir que la desazón me invade: precampaña para mí es sinónimo de aburrimiento. Hastío de ver cómo nuestros partidos políticos se endeudan más –todavía más- con entidades financieras para uso y consumo de sus fieles: el merchandising no es barato. Y nunca sale gratis total. Nunca.

¿Qué esperar, a tal efecto, de esas superestructuras empresariales que están muy por encima de las siglas que manejan a su antojo?: las siglas ya no reflejan ideologías ni principios (sólo algunos cándidos individuos que las integran, tal vez), sólo son la máscara de intereses mercantiles de macro-grupos financieros. Su cara mediática es una, dos o más televisiones, algunos periódicos y, por último, la facción que más les interesa de tal o cual partido político.

Así, nos hallamos en pleno y relativamente nuevo invento: la precampaña. Guarden sus arcadas para después del precalentamiento, que todavía queda el festival de derroche, colorines y fotografías con sonrisas enormes, paraíso de cualquier médico estomatólogo…

Amén.

martes, 5 de febrero de 2008

80's


Acelere. Vértigo. Adrenalina y violencia anticlerical. Procesiones ateas con bidón de clarete por Virgen. Verano y mucha, mucha cerveza. Bandas urbanas y las historietas de Azagra en El Jueves. Revival Punk y casas okupadas. Excesos no confesables. Porrazos y carreras. Pelotazos y fuego real. Jaiak bai eta borroka ere bai: Gasteiz, Bilbo, y en el 89 el gigantesco follón en la Semana Grande de Donosti con fuego de postas incluido. Conciertos y... ¿Rock radical vasco?. Todo eso y más fueron para mí los ochenta.

Hasta mediados de la década no comienzo mi carrera en la universidad de la calle. Cosas de las que avergonzarme pero nunca arrepentirme. La vida es una y demasiado corta como para hacerlo. Los ochenta. Multitud de atentados y contra-atentados. Es la década de la guerra sucia dentro de una única sigla a diferencia de los quince años anteriores: los G.A.L. aparecen dando razones a sus "enemigos".

En la Plaza del Castillo se entremezclan los camellos, los secretas y las putas hasta convertirse en lo mismo. La heroína, sistemáticamente trapicheada, hacía estragos como nunca antes.

Aquí lo que está de moda es hablar de los años 60, incluso y ahora más que nunca, de los 70 con su supuesta Transición política a cuestas. Pero los 80... ahí no hay nada de qué presumir... Nada que rascar.

Los 80 y la mierda en el suelo después de un concierto bailando “pogo” como animales. Sangre. Mucha sangre. La violencia en la calle se reproducía después de cada asesinato para-policial, después de cada refugiado etarra entregado, después de cada manifestación por los presos, después de la orden del cierre de los bares a la una – “a la una no nos vamos a la cuna” – , después de cada concierto por el aumento por el precio de la birra y después de cada huelga estudiantil contra la intervención yanki en cualquier parte del planeta (daba igual) o contra los nuevos “chorizos” navarros, en este caso, con sabor socialista.

Todo esto menos estudiar claro. Eso ha venido mucho después. Entonces estaban más de moda las asignaturas del gran follón en el primer ciclo, y del gran exceso en el segundo.

Definitivamente los ochenta fueron unos años de mierda. Los Tijuana cantaron aquel “Que nos dejen en paz”...pero no fue así.

Otros se lo tomaban sólo como dictaban sus escasas neuronas: bombas debajo de mi antigua casa contra un par de sucursales bancarias: la habitual “bomba de las doce de la noche”, como las butizó la extinta “Telenorte”.

Interrupciones en el telediario a la hora de comer, hacían que la UHF (¿o era la VHF?)presentara un aspecto borroso, dejándose oír mientras un comunicado en bilingüe de E.T.A. (y yo con una adolescencia en ciernes, intentando discernir tantísima referencia al "Pueblo trabajador vasco...")

Asesinato de un militar secuestrado por polimilis rebeldes y más asesinatos múltiples que acabarán al final de la década degenerando en indiscriminación pura y dura.

Es mi Pamplona natal, que no deja de despegarse su manto de polarización ideológica ni aun hoy.

Mientras la corrupción y la violencia lo enmarañaban todo, yo conseguía mi primer trabajo. Las primeras nóminas. Post-Navidades con pasta al fin.

No. Nada de qué presumir en los 80 en una Navarra tradicional y terca como siempre y como nunca.


P.S.: Típica "maketa" organizada por el colectivo punk: Katakrak (el heavy era Cocorock, si mal no recuerdo).